Vocaciones
El Papa concluye su viaje a Valencia, donde ha defendido el modelo tradicional de familia
Ser cura de pueblo en la tranquilidad manchega, era aún a mitad de los años 90, pecualiarmente tradicional. De ello estaba seguro el padre Fernando, que llegado como estaba de Albacete, por poco que nadie pudiera considerar su vida allí como urbana, había encontrado, sin embargo, un retroceso en los hábitos, tratos y costumbres hacia su figura que durante las primeras semanas llegaron incluso a superarle. Su nonagenario antecesor había dejado vacante el puesto por causas naturales y sus tíos poseían una vasta finca y habitaban en aquel pueblo, la hermana mayor de su padre y su señor esposo. Ambos acontecimientos confluyeron de un modo u otro llevando al padre Fernando hasta aquella parroquía. Y Dios sabe que le estaba agradecido y que no cambiaba las relajadas tardes de charla en la casa de su tía, en el jardín en verano, en la biblioteca en invierno, por una mayor responsabilidad en cualquier otro sitio.
El padre Fernando se recogía en largas tardes donde, inopinadamente para el ambiente rural en el que vivía, podía sacar partido de su amplia y esmerada formación, tanto fuese en conversaciones con su tía y alguna de sus amigas pseudocultas, como instruyendo al hijo menor de aquélla, su primo hermano Manuel, junto a su mejor amigo Pedro, del que nunca se separaba y por tanto siempre hayaba en la casa. Nada que ver para el párroco aquel disfrute con el obligarse a visitar con frecuencia semanal y rutinaria el casino del pueblo. Le pesaban, desde el momento en que ponía allí los pies, no sabía si más el alcohol o más el dominó y las cartas, pero consideraba su deber hacerse cercano y que, a la vez, nadie se olvidase por falta de verle que les esperaba en la iglesia. Sólo su determinación en este menester le interrumpía la compañía de los adorables chavales, adolescentes dulces, fraternales, rectos e inteligentes, nada vulgar se les había contagiado de su entorno. Aún más; creía lleno de gozo intuir en Manuel una naciente vocación. Su primo hermano y Pedro le acompañaban desde niños, cuando sólo unos meses después de su llegada, el padre los tomara como monaguillos. Pero mientras su amigo le seguía dando la importancia del juego con el que empezaron la tarea ocho años antes, Manuel mostraba un marcado interés en todo lo que hacía y su significado, así como una devoción en el rezo que conmovían al padre.
Donde menos podemos esperar ver realizados nuestros sueños, el azar nos los pone en bandeja; y cuando los creemos alcanzados, el destino nos los puede quitar. El padre Fernando se volcó en la educación y orientación de Manuel, recibida jubiloso la aceptación por parte de la madre del muchacho, de la decisión de éste para encaminar su vida al servicio de Cristo. En un mundo basto y rural creía haber encontrado un ángel puesto a su cargo. No esperaba ningún regalo más del señor, como no esperó detrás de una puerta que mil veces había abierto sin llamar, encontrar una tarde los cuerpos reclinados y semidesnudos de Manuel y Pedro, que en su frenesí de besos ni se percataron de su presencia hasta sobresaltarse con el portazo que dejó detrás de sí.
Cuatro días esperó para volver a la casa, con la vaga excusa de rendir visita a las aldeas de su parroquía. Cuando lo hizó fue para reunirse en privado con su tía y exponerle abiertamente y sin tapujos lo que habían visto sus ojos. La lujuría contranatura, no cabe más grave pecado. No podía el padre Fernando encontrar una ofensa al Señor que desde así que despertara su fe, de jovencito, más rechazo le produjera y más condenable le pareciera. Bien lo sabía su tía, tantos alegatos junto a un café le permitían conocer bien la opinión de su sobrino. No dejó paso a emociones aunque para él iba a ser una inmensa pérdida. El desenlace de aquel horrible suceso no podía ser, en su opinión, ningún otro. Pedro fue envíado a trabajar al campo. Manuel ingresó en un internado en la capital. El padre Fernando comenzó de repente a aparentar 50 años, cuatro o cinco antes de haber llegado a esa edad.
Por más que buscó, el padre Fernando no dió en los sucesivos años con la inspiración que le animara a no fundirse en la monotonía del pueblo, confundido en el sopor con cualquier habitante sentado en la plaza mayor, con un consumidor de vino en la mesa de juego del casino, con una campana que tiñe sosa para llamar a misa. Las visitas a su tía le producían en mayor grado nostalgía que conforto, de modo que fue espaciándolas hasta llevarlas a una rutina semanal de compromiso; ya le desanimaban como el alcohol, como el dominó. El fin de semana que el Papa visitó Valencia le proporcionó algo más que la alegría que por sí mima constituía el encuentro con su Santidad; significaban aire fresco lejos de su ahora pesada y tediosa vida de cura de pueblo.
La tarde del sábado andaba entre sillas plegables dispuestas a unos cien metros del bello atrio desde donde al día siguiente seguirían la misa del Papa, casi se podría decir que se trataba de un espectacular escenario, tratando de localizar su ubicación exacta de modo que en la mañana siguiente pudiera facilitar a los feligreses que habían decidido acompañarle en el viaje desde el pueblo para aquella ocasión, el fácil acceso a sus correspondientes lugares. A su espalda oyó un hombre que le llamaba por su nombre:
- ¡Padre Fernando!
Su sorpresa al girarse y darse cuenta de quién era el sacerdote que le había llamado con voz clara y firme, alto, apuesto y con una barba perfectamente recortada , pero cuya cara era inconfundible para el párroco, fue tal, que casi se le doblan las piernas y cae llevándose por delante varias de las sillas.
- ¡Tenga cuidado, padre Fernando!
- ¡Manuel!
- ¿Cómo se encuentra padre Fernando? Acérquese al pasillo, no vaya a tropezar de nuevo - el padre caminó hacia Manuel como un autómata teledirigido - Le he estado buscando todo el día para poder ofrecerle un sitio mejor en la misa de mañana. Si se encuentra usted sentado por esta zona, sin duda he hecho bien.
- Manuel... ¿Eres sacerdote? - balbuceaba boquiabierto.
- Padre, como quizás sepa ocupo un cargo de cierta responsabilidad en la secretaría del arzobispado. Es una gran responsabilidad que me ha concedido el Señor... y el señor Arzobispo - sonrió. El padre Fernando continuaba boquiabierto sin tener ni idea de nada de lo que le estaba contando - Eso me permite, como le decía, colocarles a usted y a sus acompañantes bastante mejor, si lo desean claro. Imagino que habrán sido muchos los venidos desde el pueblo, ¿no, padre?
- Manuel... - el envejecido cura parecía paralizado por el impacto. Acertó a continuar la frase - Tu madre no me había comentado nada...
- Tampoco usted le preguntó a mi madre nada. No sienta usted recelo por su tía; ella ha sido precisamente quién me ha insistido en que le localizara y estará encantada si todos ustedes la acompañan, sentándose a su lado. - Se hizó un silencio que duró varios segundos, durante los cuáles Manuel no perdió ni un instante la sonrisa y el padre Fernando no consiguó modificar ni un milímetro su mueca desencajada - Bien, pues no se hable más. Tome estas acreditaciones y mañana diríjase según las indicaciones que vienen en cada una de ellas, para encontrar sus lugares. ¡Hasta mañana, padre!- Le tomó la mano y depositó en ella unos diez cartoncitos plastificados con una cinta para colgarlos al cuello cada uno. Luego dió media vuelta y se marchó con paso rápido. El padre Fernando vió la espalda de la figura de su primo alejarse unos quince metros antes de despertar.
- ¡Manuel! - le gritó a la vez que se afanaba a alcanzarle. El joven sacerdote se detuvó y se giró con la misma sonrisa inperenne en su cara.
- Dígame, padre.
El padre Fernando hubiera querido tomarle de los hombros, incluso darle un abrazo, pero a duras penas se sentía con fuerzas para mirarle a los ojos.
- Manuel, perdóname. - bajó los ojos.
- Padre Fernando, no se equivoque. - le habló su primo con mirada misericordiosa - De jóvenes nos dejamos llevar por el gusto y luego tenemos que pedir perdón al Señor por ello. Él trazó un camino para mí y yo espero estarlo siguiendo según me pide. Y le impusó a usted encontrarme áquella tarde. Y fíjese que si mis gustos hubieran sido distintos, verme usted con una mujer me hubiera supuesto, tan sólo, una reprimenda. Quizás me hubiera seguido llevando por el gusto y el amor terrenal y hubiera dejado el camino; habría seguido a su lado en el pueblo. Quién sabe como serían las cosas ahora, pero sin duda no estaría donde estoy.
El padre Manuel se encontraba de nuevo sin ser capaz de articular palabra, con una sensación de vergüenza provocada a partes iguales por los embarazosos recuerdos y por su manifiesta pejigatería e inopia. Manuel continuó:
- Deberé agradecerte en parte, primo, a dónde he llegado, aunque no debes darte mucha importancia. Mi madre me había pedido muchas veces, desde hacía años, que me marchara a la ciudad. En el pueblo no tenía futuro ni en una dirección ni, digamos, en otra. Que tu nos pillaras sólo fue un argumento que le faltaba a mi madre y que me obligó definitivamente a darle la razón. La verdad, siento decírtelo, pero no confiamos mucho en tu discreción dada tu aversión al tema. Fue un alivio; yo sólo permanecía allí por culpa de los placeres físicos que Dios espero me haya perdonado y de los que, cuando uno es tan joven, resulta tan díficil soltarse y renunciar. Pero no quiero escandalizarte, sé que tú no te sientes confortable hablando de ello y que afortunademente no debiste tener demasiadas tentaciones carnales en tu adolescencia. En fin, padre Fernando, no puedo entretenerme más, discúlpeme, tengo que marcharme. Nos veremos mañana. - Volvió a aparecer la cortés sonrisa de Manuel esperando la despedida por respuesta de parte del párroco antes de darle la espalda y dejarle allí. En lugar de ello se encontró con una tardía y patética confesión:
- Mis gustos no son diferentes de los tuyos, Manuel.
- Ya imagino, padre Fernando. Quede en paz y disculpe mi prisa, pero tengo aún tantas cosas que hacer.
El padre Fernando seguía, casi una hora después, sentado en la oscuridad con la mirada perdida en la inmensa sombra que ahora era el atrio, con miles de sillas vacías formando perfectas hileras delante suyo, dando forma a una platea descomunal.
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