Vuelo IB-3210 BCN-LCG (I)
La huelga de pilotos de Iberia provoca suspensiones de vuelos y retrasos
Elegante, informal, juvenil, impecable, como siempre destacando y atrayendo miradas, pese a haber superado por unos cuantos días su juventud, la esposa del comandante Perucho se encontraba esperando en la sala VIP de Iberia la llamada de su vuelo, con la mirada clavada en la pantalla de información. Sus hijos, niño y niña de 6 y 8 años, guapísimos, no paraban de correr y ensuciar por el suelo su ropa de marca. No se preocupaba de ellos mientras no traspasasen la puerta automática que les separaba de la terminal general, pero comenzaba a estar de nervios crispados por sufrir otro retraso. Tan familiar como su propia casa un aeropuerto para la mujer de un piloto. Marchaba unos días a visitar a su madre y que viera a los niños. Aún vivía en el pueblo, en Galicia. Miró en su reloj que ya pasaba de media hora desde que debían haber llamado para el embarque. Suspiró; al menos en la sala VIP el aire funcionaba y no tenía que estar pendiente de los niños. Así que se levantó para servirse otro Martini que tomarse en paz. Alta, buena figura, un trajeado señor de portátil abierto sobre el regazo se vió obligado a levantar la vista a su paso y aún continuó admirando su espalda y sus jeans mientras ella se servía la bebida. Le sonrió, coqueta ante lo que consideraba un cumplido, al darse la vuelta para volver a su sitio. Sus hijos se ponían de pie en un par de sofas entre chillidos, en una competición por subir más alto. Se sentó en el suyo, cruzó las piernas y se puso cómoda, tomando un sorbo de Martini y considerando la posibilidad de que la espera no fuera del todo desagradable.
La señora Perucho, alrededor de la hora en que debería estar partiendo su vuelo, prefirió pasar a la acción y se esperaba apoyada en el mostrador de la sala VIP que el personal de tierra le dieran una solución. Sus hijos se estaban poniendo de los más pesados. El hombre del portátil se había marchado sin tan sólo echarle una nueva ojeada. Comenzaba a querer salir de allí de una vez.
- Su vuelo aún se retrasara una hora más, señora Perucho, lo siento mucho. Enlazara con el horario del siguiente a La Coruña, que ya nos han informado que queda cancelado.
- ¡Por Dios! ¿No podemos hacer nada más?
- Es imposible, lo siento, no hay más vuelos. Ya le digo que el siguiente además se cancela. El suyo se retrasa y saldrá en la hora del cancelado, esperemos. Los pasajeros tendrán que distribuirse en un sólo vuelo. Por suerte hay bastantes plazas libres, me dicen.
- Esperemos.
La joven empleada había conseguido transmitir a la esposa del comandante toda la inseguridad de sus palabras. Mientras sus hijos jugaban a tirarse patatas fritas gratuitas por la cabeza, uno a cada lado de un sofa, a modo de red de tenis, se sentó con otro Martini y encendió un cigarro. Calculó por la información de la azafata que, rezaba por ello, en media hora podría estar embarcando. Esperaba que al menos ese incordio de huelga de pilotos les trajera algo de positivo y se preguntaba como el azar la había tenido que hacer coincidir con su viaje.
Pero una hora después no se había movido de la sala y las confusas indicaciones de las pantallas informativas no habían sino empeorado: Tres horas más de retraso previsto. Suerte que la chica del mostrador había sido comprensiva y la había mantenido informada evitándole perder el tiempo iendo innecesariamente hasta la puerta de embarque. Los niños jugaban a pillar, corriendo uno detrás de otro como en un circuito entre mesas y sillones. Tres horas esperando era más de lo soportable para la señora Perucho que decidió que le arreglaran los billetes para salir al día siguiente. Se marchaba a casa a descansar de ese desastre, faltaría más.
Minutos después, ya en el exterior del edificio, daba una mano a cada niño agarrándolos con fuerza hasta provocar sus quejas, mientras avanzaba por fin hasta el taxi después de una cola que le pareció interminable. Por suerte su casa estaba a dos pasos, en Gavà Mar, y sólo serían diez minutos más hasta llegar, soltar a aquellas bestiecillas y tirarse directamente en la cama a descansar. Era lo que pensaba hacer. Ojalá su marido no estuviera.
En un plis plas estaba pagando el recorrido y antes de que encontrara el monedero en su bolso, los niños ya habían saltado del taxi y se esfumaban por el jardín, a un lado de la casa, directos a la piscina de la parte posterior. No tenía espirítu para tratar de volverles a explicar el funcionamento de la alarma; que no sonara quería decir que desafortunadamente su marido se encontraba en casa. Pago al taxista y dejo las dos maletas que éste saco del maletero en medio de la calle, caminando hasta la puerta para avisar a su marido que bajara a ayudarla y las entrara él. Estaba agotada.
Una rubia agarrada con los dedos al borde de la piscina y que sacaba por encima sólo hasta la nariz, apretaba su cuerpo contra la pared bajo el agua tratando de esconder su completa desnudez, mientras intentaba convencer a dos niños guapísimos que la observaban, quietos y callados, a escasos centimetros por encima de ella:
- ¿Verdad que me podéis acercar la toalla que hay en esa tumbona? ¿no? y tú, guapísima, ¿me la traes, bonita?
El comandante Perucho, en calzoncillos y con una toalla en una mano, salía en ese momento de la casa a la carrera y gritando:
- ¡Sal de la piscina, creo que ha llegado mi mujer!...¡No, mierda, los niños! Joder, joder... - En un gesto instintivo, se cubrió la cabeza con la toalla.
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